Voluntad viene del latín voluntas que significa “querer” y se refiere a la capacidad humana de hacer cosas de manera intencionada. Se puede tener voluntad para hacer cualquier cosa, sin embargo normalmente se usa esta palabra para indicar deseo de hacer algo más, de ir más allá de lo común. Así mismo, un voluntario es aquel que pone su voluntad, su querer, al servicio de una tarea específica siendo capaz de dar más de lo que se requiere.
La familia Salesiana ofrece, a quienes lo deseen, la oportunidad de hacer una experiencia de voluntariado laical acorde a sus necesidades personales, sociales y pastorales. En mi caso, he realizado una experiencia invaluable, una de esas que marcan la vida para siempre, una vivencia comunitaria de servicio a nuestros hermanos de la “periferia”, un voluntariado con sello Yanomami.
Pudiesen ustedes comenzar a imaginarse las maravillas naturales que desde el primer momento comencé a admirar: un río ancho y sereno capaz de simular un gran espejo que refleja el intenso azul del cielo y las escasas nubes que se forman en el firmamento del Amazonas; una densa selva que pinta de verde cualquier espacio de suelo al que dirijas la mirada y que provee frutos abundantes para alimentar la amplia y variada fauna que se aloja entre tantas ramas; un sol candente capaz de secar, en ocasiones, el amplio caudal del río Orinoco; un grandioso paisaje digno de reconocimiento universal, un pedazo de paraíso dentro de la frontera venezolana.
Lo que quizás no se imagina un ciudadano venezolano común es que tanta belleza no es más que el “empaque” que envuelve una realidad valiosísima. Adentrarse en la majestuosidad de nuestra selva es también descubrir la riqueza de una cultura que vive y crece allí, personas con valores firmes, con un corazón enorme y con un deseo latente de desarrollo, superación y mejora de su calidad de vida. Les hablo de la etnia Yanomami, un grupo de hombres, mujeres y niños valientes que extraen de la tierra su alimento, guardianes de un legado cultural profundo y hermoso, pero sobre todo, capaces de robarle el corazón al foráneo que dedica un espacio de su vida para ayudarles a hacerse conscientes del gran valor social y humano que como etnia poseen.
No todo es color de rosa. Ciertamente, así como hay un baluarte cultural que custodiar, hay innumerables carencias que van desde aquello que a cualquiera le parecería imprescindible para vivir hasta aquello que le permite a una cultura crecer en el mundo tan cambiante, tecnológico y globalizado en el que vivimos. En otras palabras, el pueblo Yanomami tiene reales necesidades básicas (alimentación, vestido, higiene, enseres del hogar, entre otros) y verdaderas carencias sociales (salud, vivienda, empleo, educación, entre tantas) que le hacen permanecer al margen de un país que pareciera ignorar su existencia.
La misión Salesiana del Alto Orinoco ofrece a nuestros hermanos Yanomami un servicio social y educativo que les ayuda a abrirse un espacio digno en la sociedad venezolana sin dejar de lado sus riquezas culturales, a sentirse y hacerse sentir como ciudadanos de un país que les ama y les valora por lo que son, una educación que les transforma y les libera sin arrebatarles lo que les hace distintos y autónomos. Pero adicionalmente la misión salesiana le ofrece al pueblo Yanomami el anuncio de la Buena Nueva de Salvación: les comunica el evangelio, la noticia de Jesucristo y la esperanza de un reino sin límites temporales, un reino que se construye desde la fraternidad del “shabono” y que tiene su plenitud en la patria definitiva, un mensaje de justicia, de equidad y de amor.
Visitar cada comunidad, sentirme esperada, entrar a sus hogares y recostarme con ellos a la sombra, comer de sus frutos, escuchar sus problemas y necesidades, jugar con los niños mientras disfrutamos de un baño en el río o hacerme parte de su recreo, participar del catecumenado, preparar juntos la liturgia en su lengua, ofrecerles los recursos para las clases, revisar las tareas de los niños, sugerir estrategias a los maestros, dar una medicina para aliviar alguna dolencia, cargar cada recién nacido y ver las sonrisas de los más grandecitos cuando se acercaban a saludar, escuchar un grito con mi nombre en la puerta de la misión y que fuera algún joven orgulloso de llamarme amiga, ofrecer un poco de novedad a la cotidianidad en la que transcurren sus días, son algunas de las muchas oportunidades concretas y diarias que tuve de descubrir que soy una cristiana privilegiada, una consentida de Dios porque me dio el regalo más hermoso al que puede aspirar un ser humano: ser útil a su gente.
He aprendido mucho. Aprendí que muchas cosas que creí necesarias para vivir no son tan imprescindibles, descubrí que se puede construir fraternidad con gestos sencillos de cercanía y solidaridad, aprendí a amar profundamente mis raíces indígenas y apreciar la diversidad cultural que enriquece y da vida a mi país, aprendí que el lenguaje universal es el de la sonrisa, aprendí a disfrutar lo sencillo y sublime de un atardecer mientras el aire te reseca el rostro al viajar en “voladora”; aprendí a valorar la vida como un frágil y hermoso regalo de Dios.
Estar al servicio de una tarea como ésta además de ser un grandioso regalo de Dios, es también un reto constante y latente. En la Venezuela de hoy no es fácil llevar adelante semejante obra, se necesitan manos trabajadoras, se necesitan jóvenes valientes, urgen personas sensibles ante las necesidades de los hermanos, que anhelen DAR MÁS de sí mismos a aquellos que permanecen en el olvido de la ciudadanía común. Si tienes la inquietud de hacer de tu vida algo diferente, no lo dudes, deja el miedo, lánzate a esta aventura misionera, atrévete a ser testigo del amor del que nos soñó primero, arriésgate a SER MÁS, A DAR MÁS, A AMAR MÁS.
Annerys Guacache
Agosto 2016
Me alegra muchísimo tu experiencia, que te ha marcado en vida de cristina y educadora. Que sigas brillando tu luz para ilumine a tantos jóvenes que hacen de su vida un regalo para los demás. Pero sobre todo a los jóvenes que no ven la ruta para ser felices en la vida.
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